Comentario
Tanto los soldados mercenarios como los comerciantes extranjeros se dejaron ganar por una modalidad de la religión egipcia, el culto a Serapis, Isis y Horus (con Anubis como sirviente de la familia) que sin duda encerraba gran atractivo para ellos, entre otras cosas por brindarles la esperanza en otra vida que las religiones clásicas no ofrecían. En tiempos de la hegemonía religiosa tebana, este culto egipcio no había tenido gran relieve; pero ahora era distinto: el Serapeion de Menfis era uno de los focos más dinámicos de la religiosidad del país. La muerte y el sepelio del buey Apis de turno (identificado con Osiris), constituía un acontecimiento que para algunos reyes significaba un hito en su biografía. En el año 52 de su reinado, Psamético I, con la inauguración de unas nuevas catacumbas para los bueyes Apis del futuro, inaugura una época que llega hasta los últimos Ptolomeos. Cuando Mariette la descubrió en 1851, encontró 28 criptas a los lados de un inmenso túnel y en ellas 24 enormes sarcófagos de piedras duras.
Isis, por su parte, fundida con Hathor, se convirtió en diosa madre por excelencia, preferida por los griegos del pueblo a las diosas nacionales, para quienes la maternidad era en el mejor de los casos una función subalterna. Con los soldados estacionados en Egipto y con los comerciantes de Naucratis y de Alejandría los cultos egipcios se propagaron por todo el Imperio Romano, y con el fervor de emperadores como Calígula y Adriano, alcanzaron a la misma Roma, reacia un tiempo a aceptarlos.
Hoy en día el lugar más idóneo para contemplar el encumbramiento de Isis es la isla de Philae, o mejor, su heredera. Isis no sólo reinaba en el templo de que era titular, sino en la ciudad ptolemaica primero y egipcio-romana después. La isla, de 400 metros de longitud, estaba cubierta de una ciudad placentera, dotada de bellos edificios y lujosos templos: Imhotep, el arquitecto de Zoser, divinizado e identificado por los griegos con Esculapio, Horus vengador de Osiris, Hathor, Augusto... todos tenían sus respectivos lugares de culto, pero el de Isis era aquí y en el resto de Nubia el más importante, y lo siguió siendo después de la cristianización de Egipto hasta que en Bizancio Justiniano dio la orden de clausurarlo.
Los romanos despejaron varias zonas de la ciudad trazando calles rectilíneas y abriendo el espacio de una gran plaza porticada ante el templo de Isis. Desde uno de sus pórticos de treinta y tantas columnas monumentales se dominaba con la vista el río, el dromos, el pabellón de Nectanebo, el templo de Harensnufis y el airoso primer pílono del templo. Todos los emperadores romanos del siglo I tienen cartelas en estas columnas. El pórtico que delimitaba la plaza por el este, en cambio, quedó sin terminar, cosa nada rara en los tiempos que corrían.
A1 término del dromos se alza el primer pílono del Templo de Isis. En su fachada sur, Neós Diónysos disimula su condición de vasallo de Roma sacrificando enemigos en presencia de Isis, de Hathor y del esposo de ésta, el Horus de Edfú, helenizado ahora en Harpócrates. Una portezuela abierta en la torre del oeste permite atravesar el pílono para entrar en el "mammisi", que a sus espaldas ofrece una hermosa vista de uno de sus pórticos laterales, de seis columnas de capiteles compuestos y dados hathoriformes. Vista desde el patio la cara norte del pílono, muestra en la torre de la izquierda al rey rindiendo homenaje a Hathor y, en la otra, al mismo rey precedido de cuatro sacerdotes portadores de la barca de Isis. Los bajorrelieves del friso superior corresponden a divinidades sedentes, sentadas en tronos, pintados antaño de vivos colores. Un siglo de prolongadas inmersiones en las aguas de la primera presa de Assuán no sólo las ha privado de sus colores sino descolorido al templo entero, que los viajeros románticos llamaban el Templo de las Columnas Pintadas. En los tiempos en que también los pílonos conservaban su policromía parecía que en el crepúsculo sus figuras cobraban vida dispuestas a descender de sus sitiales. Era la época que el delicioso Quiosco de Trajano, construido por éste para uso en las procesiones, aún se llamaba el Lecho del Faraón.
Hasta hace unos años, los libros de arte egipcio solían cerrarse con alguna vista de Philae medio sumergida en las aguas del Nilo como lo estaba diez meses al año, tributo a la ingeniería moderna y al progreso del país. La situación ha cambiado: la construcción de una nueva y más alta presa y la formación a sus espaldas de un lago Nasser, que es el segundo en tamaño del mundo, han aconsejado el rescate y el traslado de los monumentos de Philae, sumergida hoy por completo en el fondo del lago, a un nuevo emplazamiento de similar topografía en la isla de Agilka. La operación ha sido un éxito a sumar al de los templos de Abu Simbel.
Otro templo de menos importancia, situado en las cercanías de Philae, pequeño pero dotado de sus elementos básicos y de una cripta ingeniosamente disimulada, el templo de Debod, ha encontrado su último y definitivo acomodo en el Parque del Oeste madrileño. Construido por uno de los reyes etíopes lo mismo que Dakkek, había sido terminado por los Ptolomeos y los Césares.